Salí a la calle con el pensamiento ocupado intentando descubrir aquellas imágenes que habían osado invadir mis sueños sin mi permiso, sin llamar a las puertas de mi subconsciente.
Me percaté de que el clima había cambiado, la tarde se había puesto su traje gris pizarra y una mísera llovizna hacía acto de presencia, desafiante, dejando suavemente una túnica argéntea sobre bancos, aceras y farolas. Podía beberme el agua fresca que flotaba ingrávida, como recelosa por posarse. Eso me hizo sentir más vivo todavía. Eché un vistazo a mi alrededor y vi a la gente pasear con máscaras antigas llevando a sus pájaros atados a collares, a los árboles agitar sus ramas artríticas pidiendo clemencia al cielo y cientos de pajaritas de papel volando en perfecta sincronización. El cielo se había vuelto carmesí y las nubes atravesaban las paredes de las casas y se instalaban en las salitas y estancias, allí quietas como jugando al escondite con el sol.
Me desperté repentinamente y tenía ese sabor en el alma que te queda cuando has soñado algo agradable, solo que esta vez no hice esfuerzos por acordarme de lo que había soñado.