Esa misma mañana me desperté con la cabeza llena de imágenes infestadas de cubos azules en perfecta disonancia con el cielo.
Discóbolos y atletas cósmicos.
Nubes irracionales a medio hacer.
Peldaños ocultos que no llevaban a ningún sitio.
Inmensos campos llenos de nada.
Me levanté y fui hacia la ventana alzando la vista, anhelando tocar la tersura de las nubes, esperando encontrar un cielo magrittiano. Permanecí unos minutos respirando añiles y cobaltos. Entonces comprendí que dedicaría el día a jugar a ser Magritte.